Durante muchos veranos fuimos a Las
Toninas, un pueblo costero con los mismos locales desde hace treinta años. Sin dudas, un buen lugar para la gente que no es fan de los cambios.
La rutina
parecía repetirse cada año: los centros de juegos de Tonycenter, los restaurantes de
Tonycenter, la heladería de Tonycenter. Supongo que ese tal Tony habrá sido un
magnate de los ´90.
Recuerdo el olor al calefón recién prendido después de varios
meses sin uso, el olor de las tostadas redondas sobre la sartén, el gusto del té con limón (que parecía más rico que el de mi casa), el mueble setentoso con vitrina, el
sillón que se hacía cama y siempre estaba lleno de arena, las revistas cholulas
que se acumulaban cada año, el shampoo por la mitad del
verano anterior, la rutina de cargar las paletas
para jugar hasta que se fuera el sol (y que nadie se olvidara de llevar la
pelota), llenar la cantimplora con chocolatada fría, comprar crucigramas y autodefinidos,
caminar de noche por la peatonal y jugar al Daytona; tomar un helado en Capri,
porque era más rico que el de Tony Center; y no subirse a los autos chocadores
porque era dudosa la fecha de su último mantenimiento.
Eramos felices llevando
libros para leer mientras el sol nos pegaba de lleno en la cara. Eramos felices
sin smartphones ni tablets, jugando al truco y al chinchón. Eramos felices porque no necesitábamos demostrarlo en las redes a cada instante,
y porque los recuerdos quedaban grabados a fuego en la memoria. Tal vez, porque
vivíamos más, o porque el cerebro hacía un esfuerzo mayor para retener las cosas
buenas de la vida. Porque nos mirábamos más. Nos escuchábamos mejor.
Cuando
vuelva a Las Toninas seguramente vea a la niña que hacía castillos de arena
sentada en la orilla. La miraría de lejos e iría a abrazarla en silencio, con su
malla roja húmeda y su flequillo lleno de arena. Le diría que todo va a estar
bien, aunque no siempre. Le diría que guarde ese abrazo para cuando le haga
falta. Nos sonreiríamos y dejaríamos que la ola rompa en nuestros pies borrando
las huellas del tiempo. La noche nos obligaría a regresar al edificio escoltado
por perros callejeros; subiríamos la escalera agarrándonos de la baranda de
madera tambaleante mientras nuestros pies rocían de arena los escalones de
granito gastado. Entraríamos al túnel del tiempo por el pasillo angosto,
correríamos la cortina de tela áspera rayada y nos encontraríamos todos reunidos
alrededor de la mesa de mantel beige y marrón.
- ¡Che que batifondo!, refunfuñaría mami
mientras cierra la ventana grande que da a la cocina del restaurante de abajo.
- Bueno Lidia cerrá la persiana, ¡que va a ser!, trataría papi de convencerla inútilmente mientras la cumbia invade la cena familiar.
La luz tenue de la lámpara
noventosa se va apagando. Todos duermen.
Cuando vaya a Las Toninas
seguramente tome un helado en Capri, y seguramente también, juegue varias
carreras de Daytona.