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miércoles, 21 de noviembre de 2012

Mimos en el subte



Entró por la puerta del vagón en la estación Ángel Gallardo. La cara pintada de blanco, un corazón rojo dibujado en el cachete izquierdo y un delineado de ojos importante. Mediodía caluroso. El hombre de remera de cebra y pantalones negros comenzó su show: consistía en mostrar carteles, derruidos por el paso del tiempo, doblados y gastados, como los billetes de dos pesos cuando parece que se están por deshacer. Uno de los carteles decía sonríe. El mimo esperaba la aprobación visual de los pasajeros y pasaba al siguiente cartel, hoy puede ser un gran día. Algunos lo miraban con desconfianza, como si pensaran: haga lo que haga no me voy a reír. Mostró la siguiente inscripción: sonreír hermosea el rostro.
A decir verdad, no hacía ningún tipo de demostración surreal de pantomima, pero que estuviera soportando el enduido en la cara con el fuego que se respiraba, merecía un crédito extra. El siguiente cartel decía: Sí al amor.
Un borracho no paraba de reír mientras el mimo actuaba. Aprisionada en el vagón de la línea B el artista subterráneo me metió por los ojos frases de amor y paz, y aunque el hambre nos devoraba a más de uno en el mediodía porteño, no puedo negar que me puso de buen humor. Llegamos a la estación Carlos Pellegrini.  Lo vi bajar con su maletín negro lleno de esos carteles. Subió unos escalones más arriba que yo en la escalera mecánica y agarró el camino para tomar el subte a Constitución. El personaje caminaba como si fuera uno más, pero no lo era. Todo podía estar en blanco y negro que no me iba a sorprender. Me lo imaginé fumando en una esquina, leyendo un diario de 1920, al lado de un niño llamado Aurelio con tiradores y el tiro del short por el cuello.
Me quedé pensando en qué era lo que ganaba haciendo eso. ¿Por qué querría decir mensajes positivos a una comunidad de pasajeros que lo iba a olvidar rápidamente?  Por el estado de los carteles y porque era un hombre de mediana edad, se notaba que hacia bastante tiempo se dedicaba al mismo espectáculo. Me quedé pensando en las leyendas escritas en esos papeles viejos, y en si yo era la única que recordaba con tanta precisión lo que decían. De repente ya nadie tenía la cara pintada de blanco. La lombriz metálica serpenteaba por los túneles bajo tierra. No había luz.




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