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martes, 13 de agosto de 2013

Cuando todo duerma, te robaré un color



Ana mira por la ventana, se pregunta cuándo van a llegar. Juega con su muñeca. La peina, la despeina, le acomoda la ropa. Observa los cuadros impresionistas que dibuja la velocidad. Como maquillaje corrido, los árboles, las calles, las casas, son una masa que toma forma cuando el tren para en una estación."Ma, ¿cuánto falta?". Silencio. Será la insistencia con la que pregunta, el calor, o que el tren va hasta las manos. No hay ganas de contestar. Demasiadas preocupaciones se pierden en la mente como para encontrar una respuesta a una pregunta tan simple. Será que ella tampoco sabe dónde está, cuánto falta.

Ana ahora juega con sus tarjetas. Un oso con ojos de animé le sonríe desde el cartón pintado. "Lo mejor que me pasó en la vida fue conocerte", dicen sus cartas. Las cuenta en el suelo, las apila. Al lado, cuenta las monedas, casi todas de diez centavos. Las de un peso le gustan porque son más grandes, porque tienen un sol.

Desde arriba, la nena sentada que hojea un libro para colorear la mira. Por un instante no son extrañas. En sus pupilas se arma un mundo en el que Ana tiene zapatos, y sus pies no lastiman. Son amigas y juegan a disfrazarse, a pintar, a esconderse y cantar piedra libre.

Llegan a Temperley, la sopapa gigante que maneja la hora pico hace que los pasajeros se contraigan, juegen al tetris con sus extremidades, respiren fuerte y cierren los ojos de indignación. El tumulto de gente la rodea. "Permiso, permiso". Ana se abre paso entre los bloques humanos y se hace más chiquita de lo que es para poder pasar. Reparte sus cartas a cada pasajero, les da la mano, pero no siempre se la reciben. A esa hora todos viajan en sus mundos y duermen para afuera, despiertan solo en su interior hasta que llegan a la terminal, y el sacudón final les dice que hay que reaccionar.

Diez centavos.

En el vagón se respira una copia barata de aire, mezclado con perfumes y ausencias de dentífrico. Los habitantes de ese planeta sobre rieles se obsesionan con sus celulares, como si el tiempo fuera a sentirse presionado por el horario a cumplir. Como si la plata no se escurriera bajo la mesa de la corrupción, y el Roca no fuera el Roca.

Todos están yendo, Ana está.

De repente el tren empieza a ir cada más lento para encajarse en la dársena de Constitución.

Las puertas se abren y los pies chiquitos de Ana bailan entre los zapatos, entre los pasos firmes y acelerados de los personajes de la urbe.

Su voz suave se pierde en el eco de los techos altos del edificio porteño: "Ma, ¿llegamos?"

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